Monólogo para mi Annie Hall & para mi Diane Keaton


Fesal Chain

Viendo Annie Hall me acordé de esa tarde de mayo cuando tenía 7 años y me tiraba de una bicicleta sin frenos desde un montículo de tierra que luego continuaba como un camino en el que había que mantener el equilibrio, o si no uno se caía a una zanja. Recordé esa tarde, pues la primera mujer que me gustó en mi vida fue Diane Keaton, que me gustó realmente, es decir que me hizo fijar mis pupilas en lo femenino de un modo completamente nuevo, claro que no era ella, la actriz, sino mi Dyane Keaton, aquella mujer que justamente esa tarde me tomó de la mano y me llevó del montículo de tierra a la pequeña fiesta que había al interior de la casa donde muchos niños y niñas bailaban. Yo prefería estar viajando en bicicleta y conversando conmigo mismo, pero ella fue tan suave y tan cariñosa que entonces me metí a esa fiesta cargante, como si fuese en su honor, y por ella hasta baile como Elvis. Ustedes dirán que importancia tiene esto, pues mucha para mí. En primer lugar porque estoy tratando en este preciso instante de hacer un monólogo como los que hacía Allen en la película, (como una especie de no tan velado homenaje) claro que probablemente me hace falta su humor, y me falta humor en general, pero a veces lo tengo, no crean que no, me rio bastante de mí mismo que es mucho más importante para uno que reírse de los demás. De hecho creo que "jamás pertenecería a un club que tuviese a alguien como yo de socio" (1) Y también estoy convencido que "este es el chiste clave de mi vida adulta en cuanto a mis relaciones con las mujeres" (2). En fin, pero no todo quedó ahí, bastante tiempo después, casi un siglo para un niño, pero a lo menos 5 años para un adulto, comencé a leer a Allen, sí, lo leí mucho antes de ver sus películas, y los libros me los prestaba mi Annie Hall, la misma que me llevo a mi primera fiesta de la mano. Ya de unos 15 años una tarde de septiembre, muy lluviosa y fría fui a ver mi primera película de Woody, no era de humor, era una película terrible, una especie de documental de la soledad, en blanco y negro y sin diálogos, como un tren rápido que pasaba frente a tus ojos y al que le colgaban fotografías de animales muertos. El boleto del cine me lo pagó indirectamente, ella, digámoslo así. Hace algún tiempo me la encontré frente al mar, ella ya no tenía los 27 o 30 años de entonces, y yo yampoco los 7, era una mujer mayor y yo un cuarentón. Pero la ví con los mismo ojos de esa tarde de montículos de tierra, fiesta y bicicleta, y ella también, estoy seguro, en el corto diálogo que tuvimos, siempre me estuvo observando con una mirada cómplice. Le conté que era escritor y lo que de modo automático le surgió sin reproches, fue decirme que era un oficio de excesivo aislamiento. Mi Annie Hall o mi Diane Keaton, que para este texto y mi vida viene a ser la misma, seguía cumpliendo su misión: sacarme de mi viaje y de mi monólogo interior, de mi retraimiento, y de la mano llevarme a la fiesta de los demás, fiesta necesaria, aunque aún siga siendo una celebración un tanto cargante y casi absurda.

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