Mi país de nunca jamás


La ventana daba al mar. Al otro lado del vidrio las olas, una tras otra, una tras otra, una tras otra. Así era. En el altillo el tiempo pasaba muy lento, mucho más lento que en cualquier pieza de la casa. En la cocina era todo rápido, automático. En el comedor, una cierta pausa seguía a otra pausa, de cucharas en las bocas, de manos temblando en los cuchillos sobre la carne seca. En las otras habitaciones, se arrastraban pies lentamente en la mañana y en las tardes esos mismos pies correteaban detrás del orden de las cosas. Pero en altillo de madera, el tiempo pasaba lento y no golpeaba, era pausado como el vaivén de las hojas cayendo o como globos que se desprenden de los brazos al cielo de los niños, hacia el sol. Y la ventana húmeda con la garúa del agua salada, de su niebla, de su vaho aterido a los cristales. Las fotos de la mujer azul entre las rocas o el niño mirando una gaviota o la vieja arremangándose la falda y mojándose los tobillos. La foto del viejo sacudiendo la toalla. Las fotos en un cajón amontonadas y luego lentamente, una a una, una tras otra, una tras otra, cayendo desde la mano como naipes de baraja, sobre la cama. Así era.

En el país de la nada, nada pasaba. Los días se apretaban entre sí y luego se repelían asqueados de sí. En la calle los camiones trasladaban carga, pescado o verduras, o fruta o madera, o fierro. Los camiones pasaban de noche, cuando las luces de las casas se apagaban y comenzaban a titilar las ampolletas del alumbrado público. En el país de nunca, nunca pasaba nada. Las noches eran sucesivas, después de cada tarde una noche y luego después de cualquier tarde una misma noche idéntica a la anterior y a la anterior de la anterior.

En el país de jamás ya no había mentes en cuerpos, ni cuerpos en mente, sólo órganos y anatomías autónomas que se movían en el aire e interactuaban con las cosas también autónomas y bailando. Así las manos, en su vieja costumbre de atenazar elegían copas o platos y ciertos ojos miraban pinturas abandonadas en muros sin continuidad. Y pies que caminaban sobre baldosas o maderas solitarias. Partes de perros y de gatos jugueteaban con lanas o huesos antiguos y las lenguas deleitaban restos de gotas de vino o migas de pan en partes de mesas con sólo una pata o dos. Así era.


Nota:
El cuadro es del pintor Eduardo Mena
se titula Cerro Bellavista

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