Un Verano Naranja

Basado en una historia real

El Presidente de la República había dado una orden terminante, uno de los barcos pesqueros de Iquique, que habían quedado literalmente abandonados por la quiebra de la industria de harina de pescado, debía ser trasladado a Punta Arenas. En ese entonces la CORFO, dueña de empresas y de grandes capitales, había asignado la embarcación a las islas Picton, Nueva y Lennox. Los pobladores de las islas, necesitaban urgente, medios de transporte marítimo para abastecer el territorio recién poblado, y bajo la artera mirada de los argentinos.

Ese día yo estaba en Valparaíso, dando vuelta por el Muelle Prat, disfrutando de mis últimas horas de vacaciones. Al llegar a mi casa recibo un llamado telefónico, tenía que presentarme a la Primera Zona Naval. Se había acabado abruptamente el descanso.

-Cabo Rogers, usted está destinado, y esto es aún confidencial, a viajar mañana a primera hora a Talcahuano, allí recibirá las instrucciones.

Esas fueron las también terminantes palabras del Almirante, así que me fui a la casa a preparar las maletas y a planchar mi uniforme, que había estado como yo, descansando del tráfago de los mares y de las ordenes de a bordo.

Estuve a las ocho de la mañana en el Aeródromo El Belloto donde una avioneta esperaba mi llegada para llevarme de inmediato a la Segunda Zona Naval, Talcahuano . Esa mañana no alcancé ni siquiera a tomarme la taza de café negro acostumbrada. Viajamos algunas horas y llegamos a destino.

Esta vez eramos 14 personas en la oficina del Almirante. El pesquero aún sin nombre, estaba en reparaciones aquí mismo en el Puerto, y nosotros los tripulantes eramos los elegidos por el Presidente de la República y el Comandante en Jefe de la Armada, para llevar la embarcación a Punta Arenas. Por mi parte tenía que cumplir con mis responsabilidades de telegrafista y mi gran amigo el Cabo Urban como mecánico. La embarcación requería algunas reparaciones y por esto estuvimos allí en la Segunda Zona, casi tres meses. Realmente había poco que hacer, a veces salíamos a la ciudad o a Concepción a dar algunas vueltas por el centro, a tomarnos el infaltable Fanschop o a conversar de la vida y aunque no se crea, también de la muerte, de la sorpresiva e ineludible muerte en los mares de Chile.

La historia que les voy a contar, no es novedosa, ni siquiera es la primera historia de este tipo en verdad. Sin embargo, los detalles y el dolor que la embarga, merece que sea relatada, después de casi 41 años de esta pequeña tragedia cotidiana.

Llevábamos ya un mes y medio los 14 compañeros conociéndonos y conviviendo diariamente. Estábamos comiendo en un pequeño salón de otra embarcación que hacía las veces de hotel y casino, cuando aparece en el marco de la puerta un joven marinero. Nos gritó en la cara, ¡¡juntos sí pero no revueltos!! y cerró la puerta con descaro. Nos había caído como una bomba su frase clasista. El era alto y delgado, y un tanto afectado en sus maneras. Le pusimos el Mariposón Odioso. Cuando algunos, por cuestiones privadas tuvieron que retirarse de esta misión encomendada, fueron reemplazados, y aquel que nos había gritado desde las más altas cumbres de su supuesta posición social, hubo de unirse al grupo. Cuando llegó, nos reíamos mucho: así que ¡¡juntos pero no revueltos!! El Mariposón que llegó a ser uno de mis grandes camaradas junto a Urban, se reía siempre de su frase, le había salido el tiro por la culata.

La misión era delicada, pasar por el Golfo de Arauco y luego por el Golfo de Penas era una travesía peligrosa, así que nos fuimos hermanando en la alegría de la aventura, de los arreglos de la embarcación y en la ansiedad de los peligros futuros. Habían pasado ya dos meses y faltaban dos tripulantes aún. Una mañana llegó el Rucio, venía de Iquique y conocía el barco original, que a esas alturas ya tenía un nombre, lo habíamos pintado naranja, así que quedó como "Un verano naranja", la canción de moda de ese año, cantada , si mal no recuerdo, por un artista popular de apellido Alegría.

El Rucio era un hombre joven, con cara de gringo, oriundo de Valparaíso, del cerro Playa Ancha y llegaba al grupo con la dicha y la mirada del enamorado, recién casado con una mujer bellísima "de mirada azul como el mar que nos rodea", decía siempre él, en las conversaciones que teníamos sobre nuestras mujeres y las familias.

A escasas semanas de zarpar, faltaba el último integrante y de sopetón, en una tarde de calor, saltó a cubierta el más canchero de todos, el Negro, con una sonrisa blanca como el marfil y con la talla a flor de labios. Al entrar al casino, su caminar resuelto, su mirada profunda y su sonrisa casi perfecta fue todo uno junto al tremendo abrazo al Rucio.

-Y que hací aquí puh Rucio querido, le dijo el Negro, a la vez que lo palmoteaba una y otra vez.
-Acá andamo puh, en "la" misión especial, como en las películas, encomendá por el mas pulento.

La risotada fue general y más que por el chiste, por la especial amistad que se respiraba entre el Rucio y el Negro.

Como la famosa y secreta misión provenía justamente de una orden del Presidente y de la Comandancia en Jefe, nosotros teníamos ciertos privilegios, entre otros, poder viajar a nuestras casas cuando lo estimáramos conveniente, mientras la embarcación quedaba preparada para el viaje. Por mi parte, en vez de hacer interminables viajes a Valparaíso, yo había decidido trasladar a mi mujer a Talcahuano y arrendar la más bonita pieza en la mejor residencial del Puerto. Allí pasábamos las noches y algunas tardes, soñando nuestro futuro y conversando sobre lo que vendría y sus peligros.

-Oye Rucio, y tu no vai a Valpo? A ver a tu mujer puh Rucio.
-Si, he viajado un par de veces, este fin de semana tengo pensado ir, quieres ir conmigo?
-Es que ya no tengo familia allá Rucio, los viejos ya se fueron y para siempre, a nadie tengo allá.
-Pero compadrito, vengase pa la casa, no siga escondiendo su tristeza por debajo de sus tremendas risotadas, en mi casa hacemos un asado y aprovecha de conocer a la Laurita.

Y así, el Negro y el Rucio viajaron al puerto más de una vez, se quedaban los tres conversando hasta tarde, o durante el día paseaban por la Plaza Victoria e iban al Mercado a comer los mariscales con tecito frío.

En la semana trabajábamos poco, y más de alguno se escapaba a su casa, a las Ferias de entretención con sus ruedas gigantes, que eran la novedad de esas noches setenteras, o a ver a la mujer que le quitaba los sueños o se los regalaba. El Rucio iba a su casa con el Negro los fines de semana. Sólo los fines de semana. El Negro salía algunos martes y el mismo cabo Urban lo había visto pasear por Talcahuano y también por Concepción .

-Si puh, vi al Negro pero de espaldas, caminando cerca de la Universidad, no lo saludé, es que andaba apurado, me había dicho hace tres días el cabo Urban, así como rehuyendo la conversación.

El día del comienzo de nuestra travesía tan esperada, los que tenían familia cerca o quienes habían hecho amistades y amores en Talcahuano y Conce, se despedían con abrazos y besos antes de zarpar. Urban y yo, estábamos en la cubierta mirando a la pequeña muchedumbre nerviosa y nostálgica, cuando en una esquina húmeda, vimos al Negro, al Rucio y su señora en un prolongado abrazo común de despedida.

-Es bien bonita la mujer del Rucio ah?
-Es linda, tiene también un aire como de gringa,
-Si, y parece que está bien triste
-Bueno amigo, cuando uno es joven y está enamorado, todas las despedidas parecen las últimas. Nosotros, lobos viejos, sabemos que cada despedida es una más, y que cada beso es el anuncio del que viene.
-Así es mi querido Urban, así es.

El paso por el Golfo de Arauco fue un infierno. Junto al Verano Naranja, iba haciéndonos guardia la Patrullera Lircay, la Armada tenía precisas instrucciones de cuidar la nueva embarcación y a sus tripulantes, es decir a nosotros. Habíamos salido de Corral por la mañana y el mar andaba de revoltijo en revoltijo, como si todos los monstruos marinos hubieran salido a celebrar una fiesta macabra. Tuvimos que volver, no nos quedaba otra, si proseguíamos, se hundirían las dos embarcaciones y el verano se convertiría en un profundo y triste funeral.

Así que estuvimos varios días en Corral. Generalmente por las noches, siempre le tocaba al Negro hacer la guardia, junto al Mariposón. Pero por abruptos cambios de planes del mismo Negro, el subteniente a cargo nombró al Rucio, mientras el Negro cual juguetón trauco, sacaba a relucir su sonrisa, y algo más que su sonrisa, por los parajes del sur de Chile.

Esa noche conversaban el Mariposón con el Rucio, cuando llegó una carta a la guardia. El Rucio la tomó y se quedó mirando fijamente el sobre color celeste, con la tradicional estampilla del escudo nacional. Dejó de hablar con el Mariposón. El Odioso lo encontró raro.

-Oye puh Rucio qué te pasa, es como si hubierai visto a la mismísima pelá.
-Nada hombre, nada.
-Ya puh Rucio cuenta, qué pasa, te pusiste raro.
-No, es que esta carta...
-Qué pasa con la carta?
-Es una carta pal negro...
-Y, son malas noticias, algo le paso a su vieja o al viejo?
-Es una carta pal Negro, puh hueón, pero esta letra yo la conozco...
-No te entiendo.
-Es que esta letra hueón, es de mi mujer...

El Mariposón se quedó sin habla , mientras observaba la cara descompuesta del Rucio.

-No hueón esta hueá yo la abro, yo la abro no más!!

Así que poniendo el sobre en el vapor de la tetera hirviendo, tan caliente como su misma sangre, el hombre lo abrió y se puso a leer la carta de Laurita al Negro. Mientra más avanzaba en la lectura, más blanco y tembloroso se ponía el Rucio. Yo, que fui casi un hermano del Mariposón, supe de los contenidos de aquella carta. No va al caso contarlos, no va al caso dar detalles de la traición.

Esa misma noche llegó el Negro a la embarcación, con su sonrisa de joven sátiro y su alegría de siempre a abrazar al Rucio. El Rucio dio media vuelta y se fue a su camarote. No hizo ningún amago de nada, ni de pena , ni de venganza, ni siquiera lo miró a la cara.

Yo, que como telegrafista estaba a cargo del puente, hice lo que el subteniente me mandó, no dejé pasar a nadie, mientras el Negro, el Rucio y el mismísimo subteniente, conversaron y gesticularon largas horas.

-Oye Roger, te acordai del día que te conté que había visto al Negro en Concepción, me dijo Urban.
-Claro, que andabai apurado y lo habiai visto de espaldas...
-Bueno, ahora te puedo contar la verdad, la pura. Yo había ido a comprar cigarros y un poco de café de higos, que me encanta, cuando vi al Negro, pero de la mano de Laurita, hueón. A los dos entrando al Hotel cerca de la plaza.No te quise contar, ni hacer más aspavientos, pa no armar cahuines y no dejar mal parado al Rucio, que siempre andaba hablando de su mujer, con esos ojos de pasión, que se le notaban desde lejos.

Al Negro lo echaron de la Marina, llegó a Corral no más y de ahí, dijeron, se fue directo a Valparaíso.Del Rucio no supe más. Cuando llegamos a Punta Arenas, se le concedió un largo permiso. El Mariposón andaba murmurando que lo habían visto solo, pescando y cazando en Tierra del Fuego. Por mi parte estuve casi cinco años por esos lares, de telegrafista de las islas Picton, Nueva y Lenoxx. Cuando me cansé de la vida de marino, me puse a buscar oro y en esas andanzas, caí a un pantano de la espesa selva de las islas y si no es por Urban, no estaría vivo para contar esta historia.

Cuando jubilé, volví a mi querido Valparaíso, y en una tarde de total vagabundaje por el Cerro Playa Ancha, encontré en sus vericuetos, una verdulería de mala muerte, con un viejo que dormía el almuerzo, espantando lentamente las moscas, con el diario La Estrella. Era el Negro. Atrás de su triste figura, una mujer ya vieja, casi desdentada, con la mirada triste y azul y perdida hacia el horizonte marítimo, como buscando algo o a alguien en la inmensidad del océano. Era Laurita.

De verdad, no se porqué esa mujer mandó la carta a la embarcación, acaso nunca imaginó que podía fácilmente caer en manos del Rucio, acaso su amor, o lo que creía era su amor, la cegó completamente. No se porqué esa noche en vez de al Negro, le tocó la guardia al Rucio, y menos sé porque el Negro se enamoró de ella. Acaso la soledad y la muerte de sus padres, lo impelía a tender un ancla, donde descansar su cuerpo siempre falsamente festivo y viajero.

Lo único que sé, es que ahí estaban ellos, espantando las moscas de su pobreza, y durmiendo una sudorosa y compartida tristeza y abandono, y que del Rucio nunca más supo nadie nada, nunca.

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