Conversaciones en la sala solitaria


x Fesal Chain


Una sala de 10 por 5, de al menos 4 metros 20 de alto, solitaria, en medio de ella cuelga una lampara de papel larguísima, una especie de tubo o aunque más parece un espiral que gira y gira lentamente. La luz de la sala es tenue, cual vaga neblina, que teje blancos y grises sobre objetos quietos, como en una narración de Musil. El hombre conversa consigo mismo, en una fría noche lúgubre de julio. Todo se ha ido descomponiendo, con la lentitud de su vida que le parece desperdiciada. Ayer quedaron los juegos del niño a través de los manzanos y de la tierra quemada, o los pasos aterrorizados en el laberinto de enanos torturadores. Ayer quedó la marcha de la juventud idealista, enarbolando supuestas humanidades que no eran sino los látigos que no dieron resultado. La vocación del poder tiránico recubierta de amor al hombre. Ayer quedaron los hijos, en el silencio de las calles y detrás de las banderas ondeando en su lujuria. Ayer quedaron las bien y mal amadas, las que con una sonrisa o una mueca de dolor vieron al hombre que partió arrastrando sus orgullos, sus veleidades, sus promesas y sus sueños sin substancia. Ayer quedo todo el ayer, y bajo el cielo raso de la casa de los otros, el hombre recibe sus monedas, los vueltos y el sencillo de sus compras inmateriales, de sus visitas a los supermercados del espíritu, donde alargó manos y huesos, para recibir papeles que escondían sólo dibujos, sin trabajo que los sostuvieran.

Tomó el libro sobre la mesa gigante, que parecía un animal prehistórico esperando, y leyó los fragmentos de aquel que se fue:

“Quienes somos nosotros, sino los que engrillados debemos caminar con la frente en alto, sabiendo que preservamos al antiguo hombre, que se encuentra en el subterráneo de la historia. Quienes somos, sino los que envueltos al paso de la marejada, colocamos el viejo colchón en el suelo y nos tapamos con frazadas hecha jirones, porque intuimos que vendrán los tiempos de un sol apenas tibio, que marcará descolorido nuestras frentes y nos permitirá correr tras esa luz parpadeando en el ocaso. Quienes somos, sino los que podemos compartir una palabra, un abrazo, un beso de camaradas, y la ilusión del fin de todo sufrimiento, en la penumbra de los días repitiéndose. Quienes somos, sino los que nos erguimos cuando a través y sobre nuestros cuerpos, el frío y la humedad del barro que cala los huesos, pretende pulverizarnos. Quienes somos, sino los que observamos calmos, el pan y el agua hervida en los calderos negros de un patio de cenizas. Aquellos que no hablamos de lo que no conocemos, ni dibujamos trazos en el aire, que no hubiesen sido tatuados en nuestra espalda por los guardianes del infierno. Quienes somos nosotros, sino aquellos que sentados en una silla de metal, en algún pasillo de viejas instituciones, fijamos la pupila en los que administran el juego de poderes y riquezas, y que a la par de manchar papeles con reglamentos y leyes, de letra muerta, hilvanan a golpes de partículas atómicas y sangre viscosa, el nacimiento del nuevo Prometeo”.

Entonces, el hombre dejó el libro sobre la mesa, que comenzó a moverse lentamente, mientras el espiral daba vueltas enloquecido en su propio eje, y dio la espalda a la pieza fantasmal, sabiendo esa noche más que nunca, que los desperdiciados eran ellos, los que lo esperaban, afuera bajo la ventana, en el tráfago de la vida, ellos, los muertos vivos, demasiado orgullosos y demasiado convencidos, de no estar atados a ninguna estrella.

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