Nada pasa en el pueblo

Fesal Chain


Nada pasa en el pueblo, nada. Pero es extraño que de un día para otro, o más bien, de una tarde a otra tarde, en este espejo austral haya aparecido el Siroco. Mi abuelo lo llamaba qibli. Un polvo rojo penetra en las viejas casas y llena las piezas de una arenisca demasiado delgada como para barrerla. Hay que pasar un paño humedecido sobre el piso de madera, para que el polvo se pegue a él y aún así no sale del todo, queda entonces esparcido como un barro colorado sobre las tablas, pero nada más sucede. Se parece mucho a lo que el abuelo del abuelo de mi abuelo llamaba la hojarasca, pero que tampoco nunca ha llegado aquí, al país del hielo flotante.

Nada pasa en el pueblo. En la panadería del rey (así se llama pero no hay rey alguno allí) las personas entran a comprar por gramos, gramos de sal, gramos de azúcar, gramos de pan, gramos de café, gramos de té, gramos de gramos. La botillería ya está llena de jóvenes vestidos a la usanza militar, pero no son militares, sólo se ponen unos pantalones de guerra y botas negras. Se pelan al rape y con sus torsos desnudos y cabezas de toro, hacen ademanes de fiereza. Pero no son animales. Son la única y verdadera paja del trigo. Son los que los políticos de izquierda llaman lumpen o los de derecha ultra derechistas o sectas. No son nada para ellos. Y en cualquier caso, ellos mísmos no son nada para sí mismos tampoco.

La plaza esta vacía, siempre lo está, los carabineros en motocicleta hacen el recorrido rutinario correteando a los niños y a los viejos, y la muchacha que vende hilos y botones le da de comer al perro que dormita durante toda la tarde después de su comida habitual. Un hombre como mera silueta negra, aparece tras los vidrios de la botonería, mascando la desidia violenta de sus pulsiones encerradas.

Nada pasa en el pueblo. La casa municipal, cedida por el alcalde populista a los artistas del trapecio y del tam tam, parece deshabitada, sólo los juguetes del único niño de la calle, se desparraman abandonados en su jardín mugriento, y se miran unos a otros, como si fuesen seres vivos. La gata que salta sobre ellos, mira la ventana esperando que salga el niño o la abuela que barre la vereda.

Nada pasa en el pueblo, y probablemente nada pasará, pero es extraño que de un día para otro, o más bien, de una tarde a otra tarde, en este espejo austral haya aparecido el Siroco. Mi abuelo lo llamaba qibli. Un polvo rojo que penetra en las piezas como un rapé; tengo entonces que pasar un paño humedecido sobre el piso de madera, para que no se pegue, y aún así no sale del todo, queda entonces un barro colorado sobre las tablas, mientras el viento sigue entrando por la ventana y mi mujer hace aros con cuencas de colores, regaladas por hombres que vinieron del norte a través del mar.

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