Carta para mis hijos y los hijos de Graciela

Cuando yo tenía la edad de ustedes, es decir entre los 15 y los 24 años, viví siempre en dictadura. A los 15 era aún más dura que a los 24. A los 15 recién llevábamos 8 años del golpe de estado, las calles de noche eran un desierto, aún no llegaba la crisis económica tan fuerte como después y no había protestas populares. Sólo había una lucha soterrada. Los más valientes, de todos los sectores, se movilizaban callados, clandestinos y eran como les decíamos en mi casa, los patriotas del siglo que vivíamos.

Probablemente lo he escrito antes, pero mi vida y la vida de tantos jóvenes de clase media y populares, era un verdadero infierno. Sabíamos por las escasas redes anti pinochetistas a las que podíamos allegarnos, que cada desaparición era forzada, que cada enfrentamiento era falso, que cada hombre o mujer acusadas de abandonar la casa con el amante, era un detenido y desaparecido, sabíamos algunos que habían casas de tortura, campos de concentración clandestinos, y conocíamos la imagen de los esbirros y sus crueldades.

Eramos minoría, queridos hijos. Eramos acaso una conciencia muy pequeña, como llama de fósforo en la oscuridad de la noche de la tiranía. Y junto a mi hermana y mis padres, a veces temblábamos o llorábamos de impotencia al ver a tanto chileno y chilena negando el horror o lisa y llanamente desconociéndolo como si no existiese. Cuántas veces escuchamos, oh cuántas, que los detenidos desaparecidos eran una mentira, que los grupos que heroicamente daban su vida por la libertad de Chile, eran sólo unos cabezas calientes, cabezas de pistola o terroristas. Cuántas, cuántas veces escuchamos eso, no sólo de los pinochetistas sino también de personas comunes y corrientes.

A los quince años, decidí que me haría un firme opositor, con todas las fuerzas que me diera mi voluntad y la conciencia que había adquirido del horror. En el colegio comenzamos a poner afiches de la matanza, a rayar las paredes cuando nadie nos veía. Es cierto, yo no estaba en un colegio público, pero no era fácil entre el pinochetismo y la desidia, alzar la voz. Fui director de la radio y en un once de septiembre cuando aún no era feriado como después si lo fue, puse a Víctor Jara a todo volumen, luego con mi amigo Felipe dimos públicamente la película Missing y yo mismo escribí un poema contra Perro-chet. Todas esas veces llegó la CNI a nuestro colegio. Estábamos siempre en la mira. Quien fuera mi profesor jefe, Hugo Montes siempre puso el pecho, siempre dio la cara por nosotros aún niños.

Eramos los rebeldes en el antiguo colegio de Machuca, que ya no era de Machuca. Habían echado a nuestros amigos y compañeritos más pobres, por el sólo hecho de serlo. Pero a nosotros no, y tratamos en ese espacio a la vez que privilegiado, peligroso por lo que significó en la historia de Chile y en la Unidad Popular, de seguir siendo la memoria, la conciencia y el grito de la libertad sofocada por mano militar y por los ricos de siempre, que tan cerca se encontraban de nosotros.

Ya luego me fui a estudiar a provincia, de estudio casi nada, lo reconozco. Me dediqué a organizar junto a tantos la resistencia en la Universidad y en los cerros, a dar una pelea más real, más dura, mucho más peligrosa, pero no es la historia de mi vida la que quiero contarles solamente.

Me fui metiendo, como digo siempre, en la medida de mis capacidades y limitaciones, en la lucha contra la dictadura. Conocí a gente maravillosa, mujeres y hombres valientes que nada pedían sino libertad y justicia para todos y un país en que no nos levantáramos en las mañanas y nos encontráramos frente a frente con degollados o quemados, con asesinados en las puertas de las casas, con niñas hechas polvo en bicicleta, con hombres y mujeres vueltas locas por la tortura.

Lo demás que siguió, lo he escrito demasiado. Todo esto lo hicimos por amor, hijos queridos. No queríamos que ustedes y nuestros nietos vivieran la miseria de una tiranía como la que sufrimos tantos años. No queríamos que ustedes al nacer y desarrollarse tuvieran que quedarse callados, ser mudos testigos de la barbarie y no poder expresar libremente sus ideas o sus emociones más sentidas. No queríamos que vivieran los que nosotros vivimos, la destrucción de las familias, de las amistades, el exilio o la muerte de nuestros amigos y amigas. No queríamos más muertes, de ningún tipo, para nadie.

Hoy a casi 20 años del término de la dictadura, puede que gane la derecha en Chile. La misma, la misma derecha que gobernó con Pinochet, sus mismos personeros, sus mismos malditos aliados que callaron tanto tiempo o que fueron cómplices de la violación a los derechos humanos y sociales de todo un pueblo martirizado durante décadas. Los mismos que se llenan la boca con el valor de la vida del que está por nacer, pero que les importó un comino la vida de los que ya estaban más que nacidos. Los mismos que se llenan la boca con la libertad individual, pero que no trepidaron en amordazar al menos a la mitad de Chile, torturar a 20.000 o más chilenos, exiliar a casi un millón, detener y desaparecer a más de 3.000 o ejecutar en falsos enfrentamientos a cientos. Los mismos que negaron el Informe Rettig, que siguen negando sus responsabilidades en crímenes de lesa humanidad como personeros de la dictadura, los mismos que ningunean el asesinato de Frei Montalva, y que siguen hablando en sus casas y en la privacidad, de Allende o de Víctor o de Miguel, como hombre deleznables, los mismos que son capaces de hacer todo lo imaginable y lo inimaginable para preservar sus intereses y riquezas.

Yo los conocí muy bien, a esa clase alta de derecha, puesto que no provengo del mundo popular, sino de una clase media que tuvo acceso a educación y redes que muchos no han tenido. Los vi en sus casas, los escuché, los sentí en mi más profunda sensibilidad de niño y joven, como odiaban a todo lo que oliera a pueblo y a izquierda, como eran capaces de reírse de la empleada doméstica por pololear con el carabinero, de hablar de los "rotos" y de las "chulas", como vivían como reyes mientras las personas que trabajaban para ellos eran mal pagadas y mal vistas, acaso como negros, como hombrecillos y mujercillas inferiores, que sólo servían para el trabajo manual.

En mi casa y en la casa de muchos genuinamente de izquierda y humanistas, aborrecíamos siempre ese imperdonable clasismo, acaso porque sabíamos que nosotros más allá de las oportunidades y logros de nuestros padres, proveníamos de una clase media laica, austera y del mundo popular de los inmigrantes. Y para que estamos con cosas, ni yo, ni mi hermana, ni mis padres, debemos llevar las oportunidades y relativos progresos al menos los educativos, como cruces, cuando demostramos en los hechos hermanarnos con los perseguidos, entender a los luchadores y ayudar en la medida de nuestra realidad, a quien golpeó la puerta de nuestra casa en desesperada huida.

Pero también quiero contarles que conocí a pocos, pero los conocí, hombres y mujeres de la clase alta chilena, que fueron duros y consecuentes luchadores contra la dictadura, que sufrieron el horror de las torturas, la persecución y la marginación y quiebre de sus propias familias, por estar juntos a los sedientos y hambrientos de justicia. A pesar de que yo he optado en mi vida por la literatura y socialmente por los oprimidos, aprendí de esas personas y de una familia en particular proveniente de la oligarquía, gran parte de lo que puedo defender hoy, el amor a la verdad y mi vocación de justicia social y hermanaje, si así se puede decir, con los perseguidos y humillados de la tierra, de los cuales, queridos hijos, orgullosamente me siento parte. Ahí, con esa familia y con la mía, aprendí que vale mil veces ir siempre al pueblo y confundirse en él, en la práctica, que andar esgrimiendo presuntos o reales orígenes populares y traicionarlos.

Hijos míos, esta carta realmente es para ustedes. La escribo con la pena y con el desaliento de saber que probablemente, ni siquiera pasada dos décadas, la infamia y la inhumanidad volverán al palacio de gobierno donde murió nuestro Presidente Mártir, si así sucede, yo ese día a pesar de la racionalidad política, de mis análisis y de mis arengas, lloraré por mi patria. Lloraré como lloré en el pasado cuando impotente, me sentía en los comienzo de la dictadura, parte de una ínfima minoría que sabía del horror y de la lucha y que quería algo más que la conciencia como arma.

Esta carta no esconde una especie de chantaje emocional, que llame a votar de cierta manera u otra, no es el punto. Es sólo una carta para ustedes jóvenes de hoy, quizás suene a derrota, pero no lo es, es más bien una confesión de la vida y de la pena, es también una reflexión sobre nuestro pueblo, casi tan olvidadizo, como aquellos que perdían la memoria en el mismo instante de que los crímenes se cometían o que pensaban en su diario vivir, que sólo el trabajo y la familia era la realidad y todo aquello que no veían, era tan sólo un fantasma o un invención de los comunistas.

Es también, esta carta, de cierta manera una contextualización histórica. Que gane la derecha en Chile, es para mi generación y para todos quienes sufrimos bajo la dictadura, lo mismo que para el pueblo Alemán hubiese sido que los Nazis, sus personeros y esbirros llegaran en plena década de los 60, al gobierno nuevamente.

Como dijo Pablo Milanés en su canción, Si morimos:

Ustedes lo sabrán, mis hijos, lo sabrán
por qué dejamos la canción sin cantar,
el libro sin leer, el trabajo sin hacer
para descansar debajo de la tierra.

No se aflijan más, mis hijos, no más
por la mentira que nos mata,
porque una lágrima inocente y un dolor
llevando alta la frente gritarán.

Ustedes sonreirán, mis hijos, sonreirán
y sobre el verde de la tumba,
cuando triunfemos, el mundo será alegre
y se amarán los hombres en hermandad y paz.

Trabajen y construyan, mis hijos,
y construyan un monumento a la felicidad,
a los valores de la humanidad,
a la fe mantenida hasta el fin,
por ustedes,
para ustedes.


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