Andanzas del hablador virtual

Fesal Chain

"Nunca habían visto a ninguno. Por su puntillosa discreción –su temor a irritarlos– nunca habían pedido a sus huéspedes una explicación detallada sobre las funciones que cumplía entre los machiguengas, ni que les precisaran si se trataba de uno o de muchos, o, incluso, aunque tendían a descartar esta hipótesis, si, en vez de seres concretos y contemporáneos, se trataba de alguien fabuloso, como Kientibakori, patrón de los demonios y creador de todo lo ponzoñoso e incomestible. Lo seguro era que la palabra «hablador» se pronunciaba con extraordinarias muestras de respeto por todos los machiguengas y que cada vez que alguien la había proferido delante de los Schneil, los demás habían cambiado de tema. Pero no creían que se tratara de un tabú. Pues el hecho era que la famosa palabreja se les escapaba muy a menudo, lo que parecía indicar que el hablador estaba siempre en sus mentes. ¿Era un jefe o mentor de toda la comunidad? No, no parecía ejercer ningún poder específico sobre ese archipiélago tan laxo, tan disperso: la sociedad machiguenga. Por lo demás, ésta carecía de autoridades. Sobre eso los Schneil no abrigaban la menor duda. Sólo habían tenido curacas cuando se los impusieron los viracochas, como en las pequeñas aglomeraciones de Koribeni y Chirumbia, organizadas por los dominicos, o en la época de las haciendas y de los asentamientos caucheros, cuando los patronos designaban a uno de ellos como jefe para controlarlos mejor. Tal vez el hablador ejercía un liderazgo espiritual, tal vez realizaba ciertas prácticas religiosas. Pero, por alusiones captadas aquí y allá, en una frase suelta de uno y en una réplica de otro, la función del hablador parecía ser sobre todo aquella inscrita en su nombre: hablar."

El Hablador, Mario Vargas Llosa.

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Roberto entonces tecleaba cada tarde, el espacio enorme de la virtualidad, las carreteras informáticas le parecían aún mas grandes que esas inmensas autopistas del país del Norte, donde los automóviles parecen hormigas a velocidad de la luz. Roberto debía hablar, hablar a cientos o acaso a los miles de ojos repartidos como estrellas eléctricas lanzadas al firmamento, a la bóveda negra techo del mundo.

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Hablar, hablar una y otra vez hablar, ¿y para qué? En la comunidad machiguenga, en el amazonas peruano, el hablador acaso cumplía la mínima función de tejer una red a través de las también mínimas existencias de cada uno de los miembros. El hablador luchaba una y otra vez contra la disgregación y la inexistencia. Pero yo, el mero lenguajeador virtual, ¿que hago yo ? Si le hablas a cada chileno y chilena, sólo es para darle una oportunidad de respuesta, de estiercolada respuesta, de rabiosa respuesta de la palabra sin cuidad construida, sin oído atento, "no es que yo acá, yo allá, yo creo y yo no creo, y mi vida y mi sufrimiento y mi rabia y me duele la guatita y quiero ese chicle mamamáaa, mamáa quiero ese juguete maamaá quiero esto y lo otro" y dale con la pataleta y las puntas de los zapatos golpeando las tablas del piso, que tiemblan y se resquebrajan porque el niño quiere lo que no tiene y que no requiere.

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Roberto entonces tecleaba cada tarde, el espacio enorme de la virtualidad, las carreteras informáticas le parecían aún mas grandes que esas inmensas autopistas del país del Norte, donde los automóviles parecen hormigas a velocidad de la luz. Roberto debía hablar, hablar a cientos o acaso a los miles de ojos repartidos como estrellas eléctricas lanzadas al firmamento, a la bóveda negra techo del mundo.

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Mi hablador, no soy yo, no, no, no, no soy yo, se me escapa de mi cuerpo, pero no es mi cuerpo, y yo, el mismo, me prometo detenerlo y no lo logro y él hace algunos descubrimientos, sentencias, conocimientos que desperdiga por el camino lleno de piedras. Y trato de emboscarlo y de taparle la boca olor a nauseabunda verdad, de rabietas de hombre grande, de rabietas milenarias, hijas de la necesidad del desamparo y del deseo y del dolor del deseo no cumplido. El incumplido deseo. El deseo de los niños mimados, de una Casa de Campo.

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Hablar, hablar una y otra vez hablar, ¿y para qué? En la comunidad machiguenga, en el amazonas peruano, el hablador acaso cumplía la mínima función de tejer una red a través de las también mínimas existencias de cada uno de los miembros. El hablador luchaba una y otra vez contra la disgregación y la inexistencia. Pero yo, el mero lenguajeador virtual, ¿que hago yo ? Si le hablas a cada chileno y chilena, sólo es para darle una oportunidad de respuesta, de estiercolada respuesta, de rabiosa respuesta, de una palabra sin cuidad construida, sin oído...

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El hablador también se descompone, son los efectos de una vejez que avanza entre sus tejidos y sus grasas, se le caen los dientes, le duelen los oídos, la garganta se le mineraliza, la lengua huele a carbón de espinos y su pies ya no sostienen la amarilla espina dorsal en escoliosis.

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El hablador siempre preocupado a crear la ficción real de los lamentos, de una comunidad de niños que moquean. Nadie atiende al cuerpo del que lo contiene a duras penas, sus miserias y cotidianas caminatas, por una virtualidad fugaz, que es más olvido, que el abandono infinito del más pequeño y antiguo de los libros usados, de cualquier feria abandonada frente a inexistentes juegos Diana.

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Pero "tal vez el hablador ejercía un liderazgo espiritual, tal vez realizaba ciertas prácticas religiosas. Pero, por alusiones captadas aquí y allá, en una frase suelta de uno y en una réplica de otro, la función del hablador parecía ser sobre todo aquella inscrita en su nombre: hablar".

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Para qué, no tengo un para qué ni lo tendré jamas, no tengo nada de lo que tienen aquellos que ponen sus manos sobre maderas y fierros, o aquellos que toman verduras y pescados. Nada de eso puedo intercambiar en mi oficio muerto. Sólo palabras que se van y que no vuelven, sólo palabras que a veces, muy pocas veces, encuentran la fuente original de sus desvelos.

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Al principio fue el verbo, no la palabra muerta sino el acto fundador, no el adjetivo ni el atributo sobre otros y las cosas, de quien cree tener mirada en abanico. Fue el verbo y frente a frente a quienes esperaban al hombre y su andar por tierra seca. No virtualidad, no una voz lejana sin su cuerpo.

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Roberto entonces escribía por la tarde, Roberto debía hablar, hablar a cientos o acaso a los miles de ojos repartidos como estrellas eléctricas lanzadas al firmamento, a la bóveda negra techo del mundo, pero sabía que su hablador, ese que no lo abandonaba ni en los sueños, no era más que un esfuerzo de fantasmas, una palabra crispada y lenta, que se la lleva el viento.


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