Hijos profundos de la Cordillera (Breve crónica para conocer la minería y a los mineros)


Fesal Chain

A los viejos de Disputada de Las Condes, de División Andina y de toda la minería chilena.
A mi amigo Pablo.


Fue mi primer trabajo. Periodista corporativo. Y en la minería. Con un grupo de antiguos amigos que habíamos participado en política durante la dictadura, comenzamos a meternos en el ámbito de las comunicaciones de empresas. Yo requería urgentemente el trabajo, pues había nacido mi primera hija y aún estaba de allegado con mi mujer en la casa de mis padres. Mi amigo Pablo me había convocado a hacer periodismo, ya que conocía mi vocación por la escritura. Así llegué a Disputada de Las Condes, como subcontratista. La idea era hacer una Revista para los trabajadores, pagada claro está por la gerencia. No dejaba de ser para mí una contradicción, yo que había militado y lo seguía haciendo, en un partido de la izquierda, me era extremadamente difícil la labor de trabajar para Ingenieros y para los dueños de la mina. Sin embargo acepté el desafío, Pensé y creo que no me equivoqué en absoluto, que podía trabajar para la institución pero nunca "felizmente" es decir no adscribiéndome a la ideología ultraliberal y haciendo de la Revista a mi cargo un medio lo más cercano a los propios trabajadores.

Para ser sincero nunca fue muy difícil hacerlo, puesto que realmente las llamadas "comunicaciones corporativas" estaban más bien en manos de neófitos, con poca preparación para hacerlas estratégicas o verdaderas puntas de lanza de las políticas empresariales. Así que dentro de todo, siempre pude desarrollar medios de comunicación bastante cercanos a los trabajadores y que en definitiva no pasaron de ser más que informativos de las importantísimas políticas de seguridad, de los objetivos productivos y también del propio proceso minero. Pero también, dentro de los límites de cualquier aburrida publicación de empresas, espacio de reportajes y entrevistas de la vida de los mineros, de sus familias y más que un excelente vehículo para conocerlos de verdad, pudiendo ir a sus casas para establecer allí conversaciones más íntimas, que ningún gringo, gerente o ingeniero hubiese podido ni siquiera imaginar.

Aún recuerdo a un trabajador del mes, que me recibió en una vieja población obrera de La Pintana, un hombre mayor y de la vieja guardia del sindicalismo de la Unidad Popular y anterior. Pasando de las típicas preguntas y loas prefabricadas a los Jefes, me quedé a almorzar y comenzamos a hablar de política. Había sido un militante del mismo partido al que yo aún pertenecía. Y nada menos que ayudista en la lucha más frontal contra la dictadura y ese era su mayor orgullo. Por mi parte cumplí con armar una entrevista casi delirante para la realidad subjetiva del entrevistado, donde el trabajador del mes era capaz de defender la visión más liberal de la empresa. Luego arriba en las faenas, nos mirábamos con cierta complicidad. El había quedado muy bien, además y sobretodo por que realmente era un trabajador excepcional responsable y altamente tecnificado, y yo había armado una sección sabiendo que promovía en su trabajo a un grande en su oficio, pero también a un gran luchador y compañero.

Tampoco puedo olvidar a aquel viejo tirado en su cama, con grandes fierros colgando de los techos de su pieza, para poder levantarse haciendo fuerza con sus brazos, y a su mujer y a sus hijos pequeños mirando desde la puerta a este hombre abatido.Se había caído de un edificio en construcción, de casi 12 metros, quedando parapléjico. No es lo mismo, se los aseguro, leer esto como una noticia de algún diario sensacionalista, que conversar con el hombre cara a cara y saber que su vida, tal como la había soñado, se acababa para siempre. No tuve el valor de tomarle fotografías, y ese reportaje jamás lo sacamos, (más allá de nombrar el accidente y las tristes ramplas construidas por la empresa en su vieja casa), porque era de una crueldad infinita, publicar su vida y además reiterarle su tragedia en papel, como un espejo de su vida futura.

Una noche fui a reportear a un grupo folklórico del Sindicato. Después del canturreo y de la comida, y con algunas copas de más, se me acercó un "viejo" que trabajaba como técnico. Se puso a llorar. Me contó que para el golpe de estado él había sido detenido en su propio lugar de trabajo ahí en la mina, y llevado a la Academia de Guerra, allí fue torturado. Ahora después de algún tiempo, volvía a trabajar en la empresa, con nuevos dueños norteamericanos. Estaba tranquilo, aunque notaba un cierto fascismo fantasmal que lo cubría todo.

Pero lo que más aprendí, muchísimo más allá de toda política, fue conocer a los mineros, a los viejos como se nombran ellos mismos. Seres humanos de un silencio enfermante. Tenían casi todos una mirada melancólica y arrugas en la frente, aún los más jóvenes. Siempre tenían "la mirada perdida". Arriba en la montaña con muchísimo frío y con un viento helado que trae los olores de las máquinas, del aceite, de la combustión, uno anda como volando. Liviano pero no sólo de cuerpo, también flotan las ideas y las palabras y se hacen mínimas. No se puede tampoco hablar de más, el trabajo es peligroso y requiere concentración. En un lugar llamado Infiernillo, a más de 5000 metros de altura, uno se confunde con los cóndores y con las propias nubes y las observa como un mar sobre toda la gran cuenca de Santiago. Metro más allá, sólo metros, uno observa Saladillo, lo que es la División Andina de Codelco. Donde años después también trabajé.

En cada recodo del angosto camino de Santiago a la Mina, subiendo hacia el cielo azul casi morado, las rocas multiformes se mezclan con viejos refugios donde en el pasado hubo Cines, Casa de Putas o Cantinas. A pocos kilómetros del mineral, el tranque de relave asemeja un lago plomizo, lleno de cemento o arena sin brillo. Uno sigue hacia adelante y hacia arriba, y hay algunos casinos, viejas construcciones de cemento y ladrillo donde muy temprano, antes de cualquier inicio de turno o a la salida de aquellos que vienen de trabajar por la noche, podemos tomar un café o un té y un sanguchote de mortadela. Seguimos. El Mineral a rajo abierto espera al ejército de hombres que pondrán explosivos, acarrearán en enormes camiones de 7 metros de alto, los materiales extraídos de la roca, espera a aquellos que trabajan en la molienda, en el molino de bolas donde gigantes rodamientos chocan contra el material seco, o a los que laboran en los procesos de separación del cobre y el barro insustancial que cae al tranque. Se me pueden quedar muchos viejos en el tintero. Los que vigilan, sin meter las manos o el cuerpo, las correas transportadoras, o los que construyen a la par de la faena, grandes edificios donde se guarda el material o donde dormirán los trabajadores de los nuevos proyectos de explotación, los mecánicos, los topógrafos, los de la fundición, los prevencionistas, los geólogos, los mismos ingenieros recorriendo los caminos interiores.

Aunque los gringos han intentado y con cierto éxito, modernizar las faenas y a su vez minimizar los riesgos, es decir mantener la seguridad y aminorar la muerte, durante los años en que trabajé en la minería, me di cuenta que no podían realmente cambiar la cultura chilena. Hacer de los trabajadores piezas casi perfectas de una mentalidad corporativa, en que lo más importante fuera la empresa, incluso en las horas libres, donde la gerencia trataba de meterse, organizando fiestas y eventos recreativos. El minero chileno es un trabajador de excelencia, poco y nada puede envidiarle al minero canadiense, por ejemplo. Requiere siempre capacitación y políticas de seguridad, sin embargo jamás se tragará la ideología que tratan de meterle una y otra vez en su cabeza a través de la técnica y los procedimientos. Estos últimos tan necesarios, y la primera tan insustancial a nuestra idiosincrasia. El minero chileno, si me permiten decirlo los viejos, es tan cazurro como el campesino, no es cínico, pero no comulga con ruedas de carreta. Escucha y hace lo que hay que hacer, pero jamás hará cualquier cosa, si no ha sido probada en la práctica.

No es fácil trabajar con los mineros y menos en las alturas de la Cordillera o en los niveles profundos de la mina subterránea. Cuando uno baja abruptamente a una subterránea, dan ganas, literalmente, de hacerse caca. Uno se siente vacío y con un malestar profundo en el estómago. Y también, tanto en las alturas como en las profundidades, se seca la boca y se tapan los oídos y se camina con el hambre viva. Los cascos pesan y el traje completo quita movilidad. Claro está, que para aquellos que trabajan durante décadas en ello, todo eso se hace transparente, ya no lo notan. Pero si notan la soledad de las faenas, la ausencia de la mujer, que todavía en la tradición, no puede entrar a la mina, pues le provoca celos. Si notan, la pesadez y la frialdad de los utensilios, viejos o nuevos horadando las paredes, si notan que la gran maquinaria mecánica o computarizada no son sino ausencias de lo humano, de las emociones. Y aunque algunos digan que el minero de la Gran minería es un privilegiado salarialmente hablando, en definitiva perciben y viven noche y día por largas semanas, el tener que trabajar a contra mano de la vida, esperando a "la pelá", a la muerte en cada recodo del silencio de su propias bocas o del silencio de la gran boca negra que los espera a cada turno, para como dicen ellos mismos, moverse viva en cada piqueteo y explosión. No puedo dejar de nombrar a los güitreros o büitreros, trabajadores que esperan en plataformas de piedra al mineral que cae por grandes tubos naturales, especies de túneles verticales, y que van con horquillas y fierros pesadísimos, empujando las grandes rocas para que no se salgan del camino. Ese trabajo es peligrosísimo, más de alguno ha sido arrastrado en su intento modelador, por las mismas enormes rocas y toneladas de tierra y piedra a aquellos túneles de los cuales son sus vigilantes.

En fin, son más historias las que guardo en mi mente y en mi corazón. Conozco en parte a los mineros de mi tierra y el trabajo en las faenas, porque fui parte de ellos. Nunca me olvidaré de ese trabajo, mi primer trabajo que me dio el sustento y se lo regaló a mi propia hija. Porque además en él, aprendí a observar la Cordillera como lo que es, un gran mastodonte gris y blanco que te da el alimento cotidiano, pero a la vez te puede chupar la sangre y la musculatura, o dejarte discapacitado para siempre. Pero por sobretodo, aprendí a conocer a los viejos, hombres que parecen parcos e individualistas, nada más lejos, son verdaderos niños tiernos, de risa difícil, pero de carcajada sincera cuando lo amerita. Son grandes poetas, muchos de ellos escriben en viejos cuadernos Torre de tapas verde, de esos que usan los colegiales, lo que sienten de su propio trabajo, de sus amigos y compañeros, de los "gancho" como le dicen a su par que los acompaña lealmente cada noche y día, lo que sienten de sus mujeres e hijos, que los esperan solitarios, como son ellos, en los campamentos que rodean a la Mina.

Aprendí en la minería y en cada trabajador que enseñorea su figura en las alturas y en los socavones como quijotes simples, que Chile es Chile, así, duro y tierno, territorio vivo serpenteando entre la alegría fugaz y la tragedia, porque somos hijos profundos, adustos, nostálgicos y soñadores de la gran Cordillera de Los Andes, hijos cazurros pero no cínicos, de ese tremendo macizo que nos mira día a día, nos vigila, nos da vida pero que tantas veces, nos la arrebata de un zarpazo.

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