Allende y el golpe



Fesal Chain

A Elenita, cuando sea grande


La extrema racionalidad ha inundado la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado y la figura de Allende. Aparecen biógrafos, historiadores, cientistas políticos o periodistas que analizan a su protagonista principal y los sucesos a todas luces tan violentamente disruptivos de la vida y tan dolorosos, aún para quienes creen que no lo fueron para ellos mismos.

¿Cómo comunicar lo que va más allá, muchísimo más del fenómeno material, de la historia de sus personajes, de los enfrentamientos políticos y sociales, de las estrategias y tácticas, de las ideologías en pugna?

Decir por ejemplo, que hace 50 años se acabó un mundo. Que incluso en la lucha encarnizada de esos tiempos, los chilenos y chilenas conversaban, eran amigos, compartían sus cotidianidades, la vida familiar, las risas y también las penas. Nada era ideal y a la vez era muy humano. ¿Quién no tuvo tíos, tías, primos, hermanos, vecinos, en fin, que no fueran del otro bando, quién no vivió inmerso en los territorios íntimos de aquellos que luego se considerarían enemigos irreconciliables?

Decir por ejemplo, que hace 50 años el dinero no era muy importante, ni el último modelo de automóvil o el barrio en que vivías. Que no se medía el éxito por las cosas que podías comprar o los viajes que podías hacer, sino por la capacidad de estudio, de trabajo cariñoso, de aprovechar las oportunidades que esa misma sociedad, aunque limitada y pobre te daba, y por aquello que debías devolverle a la comunidad. 

Decir por ejemplo, que un hombre de derecha, conservador, patriarcal, peinado a la gomina podía ir a la peña de los Parra o a la Carpa de Violeta y compartir allí un vino navegado con el izquierdista más recalcitrante y despeinado.

Decir por ejemplo, que con toda la marginación existente, un niño de clase media o de clase alta podía jugar a la pelota con un niño de las poblaciones en el mismo patio o en los callejones de tierra, sólo saltando un muro, porque en ese Chile no existían todavía las erradicaciones de los "pobres" a la periferia de la ciudad y menos las operaciones rastrillo y la persecución.

Decir por ejemplo, que aquel día aciago para Chile, tal cual buena o malamente se había configurado, desaparecieron como logros: las Citronetas, el Simca 1000, el lujoso Peugeot 404, las casas de ladrillo princesa, los viajes al litoral, los momios en las peñas porque ya no hubo peñas, las peleas más o menos civilizadas en las fiestas familiares, los amigos pobladores que estudiaban con uno en el colegio, los profesionales felices por trabajar en lo público y vivir austeramente.

Decir por ejemplo, que en ese país en  que se revolucionaban las calles, los campos, las fábricas, y que en el pasado había tenido matanzas populares, represiones y campos de concentración, jamás se había bombardeado el Palacio de Gobierno con el Presidente adentro, o la casa presidencial con la primera dama arrinconada y temblando, que el Estadio Nacional jamás fue centro de detención de nada ni de nadie, que no se habían inaugurado las casas de torturas y exterminio ni los vuelos de la muerte.

No eramos el paraíso en la tierra. Nada era ideal, pero eramos otro país. Donde jamás se discutía desde discursos rayanos en el absurdo sobre el valor de los hombres que daban, más allá de sus ideologías, lo más preciado de sí mismos por amor a la dignidad y a la libertad de la república. Es decir, que a nadie se le hubiese ocurrido denostar a quienes vivieron el ostracismo o la muerte a causa de sus ideales de justicia social. Nadie era tan soberbio para erguirse sobre los héroes.



Con el golpe, la vida anterior murió en el mismo y exacto momento en que el Presidente muere acribillado en La Moneda en llamas, defendiendo ese modo de ser que se difuminaba bajo el vuelo rasante de los aviones. Pero aunque no lo crean algunos o muchos, el acto enorme y trágico de Salvador Allende inauguró también en ese preciso instante, la preeminencia de la memoria sobre lo que dejaba de existir, la posibilidad cierta que aquella historia antigua y esos valores volvieran a aparecer una y otra vez, insistentes, porfiados, obstinados, oprimiendo por siempre como una pesadilla el cerebro de los bárbaros. Y así ese acto inaugural fue, es y será hasta el fin de los tiempos nuestra victoria.








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